domingo, 4 de julio de 2010

Hace calor. Antes de entrar a currar me lío un cigarro aliñado con alegrías y fantasías. Son las 4 de la tarde de otro día. La misma gente. Las mismas consumiciones. Caña, café con hielos y wiskhy. Mucho wiskhy y muchas cañas. Es otro día pero parece ser el mismo que se repite sin parar. Me río de las mísmas anécdotas que no cesan de contarme cada día. Sonrío. Pongo cara de interés como si nunca antes las hubiera escuchado. Me apetece adelantarme a su historia pero sería una falta de respeto.



Por la puerta pasan mujeres muy guapas. Bellísimas. La sensación de ser un perro atado a una cadena (la nómina) mientras pasan dulces por delante mía me invade. Hacen que el tic-tac del reloj retumbe en mi cabeza. Tengo la sensación de que el segundero me engaña. De que no avanza y sólo suena para recordarme que estoy atado al tiempo. 30 minutos para cenar. 1800 segundos que se me hacen efímeros mientras mastico y pienso en si alguien hará hoy algo distinto. En si entrará una mujer que me enamore. En si entrará el cliente número un millón y caerán globos del techo como en las series americanas. El reloj marca las 7 de la tarde. Las mismas 7 de la tarde que marcó ayer y antes de ayer. Las 7 de la tarde que lleva sin faltar un sólo día desde hace 8 años. El reloj no lo sabe porque no lo siente. Pero también es preso de un horario. Alguna vez el dueño se ha despistado y el reloj ha tomado un descanso. Pero al igual que yo, tampoco lo ha disfrutado. Al igual que yo, no ha sido consciente de que ha parado. Miro el reloj. El reflejo del muy cabrón me devuelve la mirada. Los dos nos miramos pasotas. Él pasa el tiempo y yo con él las horas.




Al final no seremos tan distintos.

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